UN
MONSTRUO VIENE A VERME
Por:
Israel Sánchez Zamora
En
días pasados fui a ver una película cuyo nombre es “Un monstruo viene
a verme”. Tengo que reconocer que hacía mucho tiempo que una película no
lograba conmoverme tanto.
En
resumen podríamos decir que la película trata sobre un niño que está pasando por
el momento probablemente más difícil de su corta vida, ya que su mamá se
encuentra en un estado delicado de salud. Vemos la forma o formas en que el
niño trata de lidiar con dicha situación. Podemos ver la desesperación,
soledad, miedo, frustración, etc. Que lo envuelven en esos momentos.
La
forma en que logra conseguir la paz, el consuelo, la fortaleza que necesita, se
da a través de la relación que surge entre él y un árbol milenario que se transforma
en una espacie de ser (persona gigante). El cual le dice al niño que le contara
tres historias y que el niño tendrá que contarle la historia número cuatro.
Lo
mágico de éstas historias, es que no son las clásicas historias en que hay un
bueno y un malo, sino que en éstas predomina la idea de que en la vida no hay
nadie completamente bueno o malo, que la vida es lo que es, el resultado de una
serie de situaciones, mezcla de tonalidades. Que en la vida, alguien que hizo
algo malo inicialmente por ejemplo, puede llegar a ser un gran y amado rey. O
que alguien que es ministro religioso en una situación crítica puede perder su
fe, y acudir a quien ha condenado y perseguido tanto y que al final esta persona
muestra más congruencia que el propio ministro.
Pero
la enseñanza más grande se da en la cuarta historia, en esa que el niño tiene
que contarle al milenario árbol, y es esa historia que nadie quiere reconocer y
vivir. Es la historia en la cual tenemos que aceptar que estamos viviendo una
situación sumamente dolorosa porque uno de nuestros seres queridos se encuentra
en una condición de salud grave, tan grave que sabemos en el fondo que ya no se
recuperará. Casi puedo asegurar que todos los que hemos pasado por una
situación así nos identificamos en ese momento con ese pequeño que no quiere
aceptar ese horror. Ese momento que nos divide irremediablemente entre la fe
ciega y la esperanza de un milagro final, y la sensación de culpa, por sentir a
veces que quieres que esa situación acabe ya. Y es imposible no sentir culpa y
desesperación. Porque cuando sientes eso, te sientes como un traidor, porque
sientes a la vez el enorme deseo y necesidad del milagro, de ese milagro que
tanto esperas y que aún no llega. Y piensas, o sientes, o lo que sea, que el
sentir aunque sea por una milésima de segundo que quieres que eso acabe, es lo
que ha hecho o puede hacer que el milagro no suceda. Y eso es lo que te quema,
eso es lo que te parte, eso es lo que te duele.
Y
el momento de la aceptación de dicho sentimiento, se convierte en el momento de
la liberación, y es cuando el significado de las tres primeras historias toman
sentido, el niño ¡no es malo! por
querer que eso acabe, simplemente es un niño, un niño que tiene miedo, asustado
de lo que sabe va a pasar, un niño que tiene incertidumbre, tristeza, vacío.
Que necesita encontrar un camino y un alivio para su dolor, y ese árbol
milenario con sus historias le sirven de base, de consuelo, le hacen saber que
por más doloroso ese momento va a pasar y la vida va a continuar, que él no es
invisible, no es malo, que a su lado hay gente como su abuela que lo ama, y con
la cual pese a sus enormes diferencias gracias al amor que los une en la
persona de su mamá, reconocen que deberán encontrar los puntos que los haga
mantenerse juntos y en paz una vez que ella parta.
Un
monstruo viene a verme, sin lugar a dudas una gran película.